Desde el
instante en que el hombre asume la
palabra como el don por excelencia para comunicarse, nacen los idiomas; con el
transcurrir de los años el habla dio paso a diversos dialectos que identificarían
al hablante con su lugar de origen. Por mucho tiempo se ha sostenido la tesis
de que en los países de habla hispana, la mayoría de sus habitantes emplea
menos de dos mil palabras para comunicarse, algo antagónico ya que la lengua
castellana es muy rica en sus recursos, sin embargo, el conformismo y/o el lapsus
linguae marcan nuestro glosario impidiendo el avance hacia un lenguaje culto. He
tenido muy frecuentes oportunidades de presenciar conversaciones entre groseros
gárrulos quedando ingratamente sorprendido por su forma rala de comunicarse; de
cada diez palabras proferidas aproximadamente seis están fuera de contexto
gramatical y otras son soeces, complementando el pauperismo verbal con sonidos
onomatopéyicos y ademanes que por lo general son bastante vulgares. Erradamente
se ha creído que esta usanza inapropiada de nuestra lengua es propia de
iletrados, alegato que busca justificar tal equivocación. Muchos de nuestros
abuelos no tuvieron la oportunidad de aprender siquiera a leer y escribir, no
obstante, fueron enemigos de las malas palabras y el trato descortés. No puede
decirse lo mismo de la actual formación, donde muchas personas, aun gozando de
una sólida instrucción académica, son mal habladas, procaces y peleadas con
toda norma de urbanidad. Frente a estos personajes inevitablemente llegan a la
mente los filosofastros. Por otro lado se pensaba que las palabras soeces se
utilizaban como recurso ordinario para descargar un momento de ira o como acto
ofensivo hacia algún enemigo, esto ha quedado desmentido al observar la actitud
de los contertulios que por lo general denotan gozo y hasta afecto, no sólo a
quien las pronuncia sino también a quien van dirigidas. La lingüística inculta
y misérrima cada día suma nuevos adeptos y tal fenómeno va desde los estratos
más humildes hasta los más encumbrados. No hay un lugar de nuestra sociedad que
escape a este tipo de conversaciones: Centros comerciales, hospitales, instituciones
privadas y del Estado, lugares de esparcimiento y hasta templos religiosos, se
ven imbuidos en tal práctica. Es entendible que las carencias gramaticales sean
lesivas a la comunicación oral, lo que no debe aceptarse es el paulatino
deterioro de la decencia y las buenas costumbres que implica la degeneración de
nuestro lenguaje, impulsando el mal ejemplo a nuestros niños y a las
generaciones venideras. Esta aberración se ha convertido en una patología, en
endemia pública que cada día se arraiga más en el subconsciente de la población.
Debemos recordar que somos herederos de uno de los más grandes filólogos que ha
dado la humanidad: Don Andrés Bello, por lo cual debiéramos hacer honor a tal
legado. De los países hispanoamericanos el que en peor situación esta es el
nuestro, ya que los descomedimientos
emanan desde las más altas esferas del poder, empeorando la situación por el paradigma que
estos personajes representan en nuestra juventud. Da la impresión de que la incultura
se ha convertido en una droga adictiva. Si no hay una preparación intelectual no
se puede mantener una conversación simple, sin grandilocuencia, lo imperdonable
es someter a tal ordinariez a quienes nos negamos a hacer de las palabras una
suerte de martillo que golpea sobre una mente cultivada por el respeto y los
buenos hábitos.